lunes, 11 de julio de 2011

Vivir como europeos, trabajando como chinos

A pesar de que América Latina todavía mantiene una gran diversidad social, política y cultural, dentro de las últimas décadas ha comenzado a consolidarse el consenso de que la democracia es el sistema de gobierno al cual se debe aspirar. Un consenso menos compartido al interior del subcontinente es la importancia que juega el crecimiento económico como parte del desarrollo de un país.
En el caso de Chile, la meta de convertirse en un país desarrollado es una aspiración que comparten prácticamente todos los sectores sociales y que ha sido un tema presente en el ambiente político con particular fuerza por más de una década. A pesar de este aparente acuerdo, todavía no se cuenta con una descripción nítida y detallada de cómo se vería Chile una vez que se logre ese objetivo. Lo más cercano a ello es la idea de conseguir un ingreso per cápita promedio similar a los países europeos que hoy forman parte de la Comunidad Europea. Obviando el problema que tiene la obsesión por lograr un ingreso promedio considerando que el país que cuenta con la distribución de ingreso más desigual de los países de la OECD, esta falta de concreción respecto a cómo se vería Chile como país desarrollado abarca una serie de dimensiones. Algunas de ellas tienen relación con el mundo del trabajo.
Tradicionalmente, los chilenos han liderado a nivel mundial los indicadores de tiempo dedicado a trabajar, por lo tanto cualquier cambio en las condiciones en que se labora impactaría una proporción significativa de la vida social del país. Sin embargo, hasta ahora la principal preocupación gubernamental en este tema ha sido que la gente tenga trabajo.
Esto debiera cambiar en el futuro próximo, en la medida en que la inclusión como miembro de la OECD se consolide y Chile sea cada vez más parte de diferentes mediciones de la calidad del empleo. Debiera esperarse que los futuros gobiernos comiencen a definir indicadores nacionales de calidad del empleo y a fijar metas en ese ámbito.
Para que eso suceda, sin embargo, es necesario aumentar el conocimiento que se tiene respecto al tipo de relaciones laborales que, a nivel micro, se desarrollan en las organizaciones chilenas. Y los datos con los que se cuenta no son alentadores; en los últimos meses en la prensa ha denunciado empleadores que encierran bajo llave a sus trabajadores, turnos que no consideran el uso de baño por parte de los trabajadores, al límite de tener que utilizar pañales desechables, el despido de una trabajadora embarazada de la casa del ministro de Hacienda, niños y jóvenes que “pagan por trabajar” en supermercados, etc. Ninguna de estas situaciones se corresponde con la realidad laboral de los países con los que Chile le gusta compararse y con la imagen de país desarrollado.
Además de esta evidencia anecdótica, si se quiere, una serie de estudios muestran una realidad laboral compleja. Una proporción importante de los trabajadores del propio aparato estatal están contratados bajo una modalidad que podría descrito como inestable y precaria. Las relaciones laborales en las empresas privadas han evolucionado a un modelo individualista, donde una baja proporción de trabajadores reciben beneficios de la negociación colectiva y son representados por sindicatos. También hay evidencia que indica grados de insatisfacción por la situación de los trabajadores en aspectos claves como las remuneraciones, las oportunidades de desarrollo o la relación con jefes y ejecutivos. A veces da la impresión que queremos estándares de vida como los países europeos pero manteniendo a grupos importantes de la población en dinámicas laborales propias de países mucho menos avanzados. Un paso adelante en el desarrollo del país sería comenzar una conversación abierta e inclusiva de qué tipo de relaciones laborales creemos que corresponden a un Chile desarrollado. 

Fotos: mcsanki - YlvasS